No quería reconocerlo.
No podía reconocerlo.
Tal vez todo empezó con los pescados. De repente, por el rabillo del ojo, los miraba echarse un par de machincuepas y jugar en las agudas del espejo. Yo abría y cerraba los ojos, los tallaba con fuerza… no es posible, me repetía… Pero ellos, más inteligentes, se percataban de mis gestos, de mi susto y más movían las aguas para que a mí no me quedara duda que ahí estaban.
Ellos habitaban el espejo.
Y yo, pues dejaba a saltos el baño, la habitación, y la casa y la calle sin volver la mirada. Hasta que alguna noche… seguro estaría cansado, incapaz de correr… y entre miedo y rabia, entre locura y cielo, les pregunté: ¿Qué quieren de mí?
Ellos me treparon en su lomo y me llevaron a conocer aguas muy profundas.
-Si el agua tuviera sabor, color... -les dije a los peces… y aquellas aguas tomaron un color y sabores que yo, alguna vez, había saboreado aunque no recordara en dónde o cuándo.
El alma venía en ondas, como olas, como aguas.
El agua venía en ondas, como éter, como alma
Desperté acostado en la cama, con pijama y todo en orden.